Un día estaba yo triste, muy tristemente viendo cómo caía el agua de una fuente.
Era la noche dulce y argentina. Lloraba la noche. Suspiraba la noche. Sollozaba la noche. Y el crepúsculo en su suave amatista, diluía la lágrima de un misterioso artista.
Y ese artista era yo, misterioso y gimiente, que mezclaba mi alma al chorro de la fuente.
Huele a soledad el campo tan breve, tan sin sentido, bajo un firmamento abierto de par en par. ¡Apetito de tierra sola, de tierra desterrada, de caminos que nunca llegan a Roma!
La carretera es un río enjuto que no se acaba y que no tiene principio.
Pero la esperanza enseña a creer lo que no vimos; el aire, la luz, la música, la palabra...
Desistimos de andar mirando las cosas, descubriendo los registros concretos.
El alto cielo nos orienta con sus guiños fulgurantes.
Levantamos la mirada y transcribimos su fausta telegrafía: